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Cultura y economía en tiempos líquidos

Columna de opinión

Javier Ibacache V.
Presidente Directorio Centro Cultural La Moneda


En las últimas décadas, el pensamiento sobre cultura y economía ha transitado desde la oposición hacia la interdependencia.

David Throsby ha demostrado en su investigación y en sus publicaciones que la cultura no puede reducirse a su rentabilidad ni excluirse del análisis económico: ambos sistemas —el cultural y el económico— operan con lógicas distintas pero entrelazadas.

La cultura genera valor económico, pero también produce valor simbólico y social, indispensable para el bienestar colectivo y la sostenibilidad de las personas y las comunidades. La noción de capital cultural -que Throsby matiza respecto de las ideas de Bordieu- invita a considerar la cultura como un bien común que requiere inversión, protección y transmisión intergeneracional, del mismo modo que el capital natural o humano.

Sin embargo, este ideal de equilibrio entre valor cultural y valor económico se enfrenta hoy a un contexto profundamente transformado. En la modernidad líquida, como advierte Zygmunt Bauman, las estructuras sólidas que sostenían la vida social —instituciones, proyectos colectivos, identidades— se disuelven bajo la lógica de la fluidez, la velocidad y el consumo. La cultura deja de ser un territorio de estabilidad simbólica para convertirse en un mercado de experiencias efímeras, regido por la atención y el deseo inmediato. En ese flujo incesante, el consumo cultural se vuelve una forma de pertenencia frágil, y los significados circulan con la misma volatilidad que los bienes.

A esta condición líquida se suma la perspectiva que Remedios Zafra desarrolla en El entusiasmo: la de los sujetos creativos que, movidos por la vocación, sostienen la maquinaria cultural desde la precariedad. Zafra retrata el costo afectivo y material de quienes trabajan en nombre de la pasión —artistas, gestores, mediadores— en un sistema que convierte el entusiasmo en combustible de la autoexplotación. Su mirada ofrece un contrapunto al enfoque de Throsby al recordarnos que la economía cultural no solo se mide en recursos, sino también en tiempo vital, energía emocional y vulnerabilidad subjetiva.

En este entramado, los públicos ya no son solo receptores o consumidores, sino agentes activos de generación de valor cultural. Autores como Ana Rosas Mantecón y Jaume Colomer han insistido en que el valor cultural se construye socialmente en la interacción entre creadores, mediadores y comunidades. La experiencia del público —sus modos de atención, participación y relato— se ha vuelto un espacio donde el valor simbólico se produce, circula y redefine. Así, la economía de la cultura hoy se nutre también del capital relacional que los públicos aportan: su tiempo, su mirada y su compromiso son parte esencial del ecosistema de valor.

Este ecosistema enfrenta ahora un nuevo umbral: el de la Inteligencia Artificial y la automatización de los procesos creativos y mediadores. La IA transforma los modos de producción y distribución cultural y, a la vez, redefine la noción misma de autoría, creatividad y experiencia estética. Los debates recientes de Mondiacult 2025 han subrayado que el desafío no está únicamente en regular la tecnología, sino en replantear las políticas culturales desde una ética del sentido, donde la innovación tecnológica se vincule con la diversidad cultural, la inclusión y la participación activa de los públicos.

En ese cruce se sitúa el foro organizado por el CCLM. Hablar hoy de cultura y economía es hablar de sostenibilidad simbólica, de justicia laboral en los campos creativos y de los nuevos pactos entre creación, participación y tecnología. La invitación es a pensar cómo equilibrar lo económico y lo simbólico en tiempos líquidos.